A la hora del baño, un día, mi hija,
entonces con cuatro años, me dijo: Siéntate y hablamos, mama.
Sí. Dímelo siempre.
Tú, sirenita de nácar,
bailarina entre las olas,
en mi corazón varada.
Tú, sortilegio de mimos,
arco iris de escamas.
Sí, dímelo siempre
-Siéntate y hablamos, mama.
Yo me sentaré a la orilla
enredada en tus palabras
y hablaremos de misterios
que descubrirás al alba.
Si preguntas por la vida
que mi corazón desgarra
hallaremos las respuestas
ocultas entre las algas.
Hablaremos de las cosas
que te inquietan, que me alarman,
ignoraremos barreras
que en el tiempo nos distancian.
Sí, dímelo siempre
–Siéntate y hablamos, mama.
Y me olvidaré del viento
que a poco barre mi playa.